El momento en que el ladrón fue salvado fue la hora de la mayor debilidad de nuestro Señor. Estaba colgado en una agonía en la cruz. Sin embargo, aun entonces oyó y concedió la petición de un pecador y le abrió el camino de la vida eterna (Lucas 23:39). ¡Seguro que esto era poder!
El hombre a quien nuestro Señor salvó fue un pecador inicuo en el punto de la muerte sin nada en su vida pasada que lo recomendara, y nada notable en su posición actual, sino una humilde oración. Sin embargo, incluso él fue arrancado del fuego. Seguramente esto fue «misericordia».
¿Queremos pruebas de que la salvación es por gracia y no por obras?
Lo vemos aquí.
El ladrón moribundo estaba clavado de pies y manos en la cruz. No podía hacer literalmente nada por su propia alma. Sin embargo, incluso él, a través de la gracia infinita de Cristo, fue salvado. Nadie ha recibido una seguridad tan fuerte de su propio perdón como este hombre.
¿Queremos pruebas de que los sacramentos y las ordenanzas no son absolutamente necesarios para la salvación, y que los hombres pueden ser salvos sin ellos cuando no se pueden tener?
Lo tenemos aquí.
El ladrón moribundo nunca fue bautizado, no perteneció a ninguna iglesia visible y nunca recibió la cena del Señor. Pero se arrepintió y creyó, y por lo tanto se salvó.
Vemos, por último, en la historia que tenemos ante nosotros, lo cerca que está un creyente moribundo para descansar y glorificarse. Leemos que nuestro Señor dijo al malhechor en respuesta a su oración: «Hoy estarás conmigo en el paraíso.»
Esa palabra de hoy nos dice que en el mismo momento en que un creyente muere, su alma está en la felicidad y en la seguridad. Su redención completa aún no ha llegado. Su felicidad perfecta no comenzará antes de la mañana de la resurrección.
Pero no hay demora, no hay temporada de suspenso, no hay purgatorio entre su muerte y un estado de recompensa. En el día en que respira por última vez va al Paraíso. En la hora en que se va está con Cristo (Filipenses 1:23).