Cuando nosotros, como creyentes, nos vemos como realmente somos, cuando hemos llorado por nuestra condición, cuando hemos caminado con mansedumbre ante Dios y tenemos hambre y sed de justicia, entonces producirá misericordia en nosotros. Seremos más misericordiosos, porque reconocemos cuánta misericordia se nos ha extendido.
Jesús dijo: «Bienaventurados los misericordiosos, porque obtendrán misericordia» (Mateo 5:7).
En la cultura de los días de Jesús, la misericordia no se tenía en alta consideración. De hecho, a los romanos no les importaba nada la misericordia. Lo veían como una debilidad, no como una virtud. Un filósofo romano llamó a la misericordia «una enfermedad del alma». Los romanos glorificaron la justicia, el coraje, la disciplina y el poder. Ellos no valoraron la misericordia en su cultura, y nosotros tampoco la valoramos en la nuestra.
Sin embargo, Jesús dijo: «Bienaventurados los misericordiosos…»
La misericordia es algo que hacemos, no solo algo que sentimos. Significa ayudar a una persona necesitada, rescatar a los miserables. Misericordia significa un sentido de piedad, además de un deseo de aliviar el sufrimiento. Simplemente decir, «Siento tu dolor» no es misericordia. La misericordia es satisfacer la necesidad, no solo sentirla. La verdadera misericordia es piedad más acción.
Cuanto más justa sea una persona, más misericordiosa será. Y cuanto más pecaminosa sea una persona, más dura y crítica será. A veces pensamos que las personas que son rápidas de condenar son muy espirituales. Pero en realidad es todo lo contrario. Cuando realmente eres una persona espiritual, cuando realmente eres un hombre o una mujer piadosos, entonces serás una persona misericordiosa, no una persona crítica o condenadora.