Cuando Dios dio a Moisés y Aarón las reglas para la Pascua, algunos podrían haber sonado poco convencionales, por ejemplo, la clara prohibición de romper cualquier hueso del cordero que fuera sacrificado y comido por cada hogar. ¿Por qué insistió Dios en esto?
Este mandamiento —que el cordero de la Pascua no tiene las piernas rotas— tiene un peso simbólico. Cuando Jesús, a quien Juan el Bautista proclamó «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29), fue crucificado, ninguno de sus huesos se rompió.
Juan 19:31-34 nos dice que cuando los soldados vinieron a Jesús para romperle las piernas para apresurar su muerte, se dieron cuenta de que ya estaba muerto, así que le perforaron el costado con una lanza, pero no le rompieron las piernas.
Como testifica Juan: «Estas cosas sucedieron para que se cumpliera el pasaje de las Escrituras: ‘Ni uno de sus huesos se romperá'» (Juan 19:36).
La regla del éxodo 12:46 también se hace eco proféticamente en Salmos 34:20: «Protege todos sus huesos, ninguno de ellos será roto.» Hasta el último detalle de su muerte, Jesús cumplió las profecías concernientes al Mesías, verificando que él era, como decía Juan el Bautista, el Cordero sacrificial de Dios.